La Alegoría del Colibrí Perdido
El otro día,
al ir entrando a mi casa encontré a mi perro ladrando a algo que se había
metido en la sala y que chocaba una y otra vez contra el techo. Era un colibrí
que venía del jardín y que tal vez decidió explorar nuevos territorios, pero
que en algún momento perdió el rumbo y la orientación por lo que no sabía cómo
regresar a su ambiente natural. Estaba muy nervioso, por el entorno extraño,
los ladridos y mi presencia; lo único
que quería era salir de allí a como diera lugar, pero la ansiedad no le
permitía ver la ruta claramente.
Pensé que
había dos formas de ayudarlo: una era tomarlo con mis manos y sacarlo al
jardín, para que pudiera volar desde ahí, pero deseché la idea porque recordé
que el corazón de los colibrís late tan rápido, que si los detienes de súbito,
pueden morir entre tus dedos. La otra manera era espantándolo para que él
solito se dirigiera hacia la puerta. Y eso hice: con la ayuda de una toallita
suave de cocina que le lanzaba, lo iba espantando estratégicamente para que su
vuelo errático y desesperado, lo dirigiera por fin a la libertad.
Entre los
acosos caninos, la toallita y mis palabras cariñosas que le indicaban la salida,
por fin pude lograr que el colibrí saliera volando hacia el jardín y continuara
su huida frenética hacia el cielo nublado.
Toda esta
escena me hizo reflexionar sobre lo que el pequeño colibrí había sentido, y cómo
nos percibía a mi perro y a mí. Seguramente cuando se dio cuenta que se había
perdido, lo invadió el miedo y comenzó a volar erráticamente, lo que le hacía
golpear el techo repetidas veces y por supuesto, lastimarse. Cuando mi perro le
empezó a ladrar, su agitación se tuvo que incrementar dramáticamente, lo que le
llevaba a golpearse cada vez más fuerte, y cuando aparecí yo en escena, y le
lanzaba la toallita suave, de seguro sintió pánico al creer que su vida corría
un peligro enorme y que lo queríamos atrapar, cuando mi única intención era
ayudarlo a salir en la dirección correcta.
Entonces
entendí que aquí había una enseñanza que se podía aplicar a la vida de
cualquiera de nosotros, y que al estar conscientes de ella, nos daría una
perspectiva muy liberadora, de las vicisitudes de la existencia.
¿Cuántas
veces te has sentido perdido y que no encuentras la salida? ¿No te ha ocurrido
que cuando más perdido estabas, más cosas “malas” te suceden? Y te quejas
amargamente de tu mala suerte y maldices a la vida por ensañarse contigo como
si fueras un “Job bíblico” de turno.
No es que tu
energía estaba vibrando tan bajo, que atrajiste todos esos eventos
“desafortunados”. No es que tenías un karma que te estaba cobrando deudas
pendientes. No es que Dios te esté castigando con una racha de mala suerte. No
es nada de eso. Lo único que estaba ocurriendo es que el universo tuvo la
amabilidad de “espantarte” para que encontraras la salida. Sólo que estabas tan
ansioso que en lugar de ver a donde apuntaba el “dedo” que te señalaba el
rumbo, te quedaste mirando si la uña estaba sucia y si estaba mal cortada.
Los eventos
que nos van obligando a cambiar rumbo en la vida, obedecen a una “coreografía
divina” que nos va ubicando en el lugar que tenemos que estar y con quien
tenemos que estar. En la medida que oponemos resistencia, es el grado de
dificultad que tenemos para aceptarlos, asumirlos y actuar en consecuencia.
Normalmente nos gana la ansiedad y las decisiones que vamos tomando desde ahí,
nos llevan a cometer un error tras otro, como el pobre colibrí que se lastimaba
él solo, golpeándose contra el techo.
Ni se trata
de ser indolente ante los reveses, ni tampoco de paralizarse ante ellos. La
idea es movernos al compás que van marcando las circunstancias y en lugar de
resistirnos a ellas, fluir con ellas y aprovechar la fuerza de empuje que traen
aparejada. Cuando un suceso que calificas de “negativo” te ocurre muy frecuentemente,
se convierte en una señal que está marcando un rumbo que te conviene seguir, si
no, la señal va aumentando su intensidad y te podría llevar a un punto de no
retorno por no atenderla a tiempo.
Por ejemplo,
si tu trabajo ya no te satisface por cualquier motivo, y todo te empieza a
salir mal ahí, llegó el momento de buscar y encontrar otra fuente de ingresos,
que además de todo, te dé paz. Lo mismo se puede aplicar a cualquier relación
de tu vida o a cualquier circunstancia que se te presente bajo ese mismo
cuadro. La regla de oro, en cualquier caso, es encontrar paz y armonía, aún en
un entorno caótico e incierto.
Si yo
hubiera sabido hablar el idioma del colibrí, le habría explicado que lo único
que quería era ayudarlo a salir al jardín de nuevo y no lo tomaría como una
agresión sino todo lo contario. Pero ni yo sé hablar su idioma, ni el universo
sabe hablar el nuestro, por eso a veces se comunica con nosotros a través de
los “problemas” que nos van surgiendo en el camino, pero no para sufrirlos
pasivamente, sino para ir aprendiendo de ellos e ir entendiendo que nos están
encaminando a un lugar diferente para nuestro propio bien, aunque tanto
nosotros, como el colibrí, no lo podamos ver de esa manera.
Con esta consciencia,
de ahora en adelante que te sientas perdido y maltratado por la vida, primero,
no le pongas resistencia, porque no te conviene actuar ansiosa y erráticamente.
Todo aquello a lo que te resistes, persiste. Se trata de “agarrar el toro por
los cuernos” y hacer lo que hay que hacer sin quejarse. Lo mejor es ir
aprovechando las fuerzas de cada situación para movernos en la dirección
correcta. Si no diriges tus pasos haciendo caso de las señales que el universo
usa para encaminarte, el resultado puede ser catastrófico, como cuando se te
enciende una luz de advertencia de tu auto y no le das importancia. Lo mejor es
siempre dejarte llevar por esa Inteligencia Divina que todo lo orquesta, porque
de esa manera, eventualmente, serás conducido a sentirte libre y en paz volando
hacia el cielo azul, tal como lo hizo ese pequeño colibrí del que tanto
aprendí.