Durante la
gestación en el vientre materno, experimentamos la primera zona de confort de
nuestra existencia. Ahí no nos preocupa absolutamente nada, ni siquiera comer,
ya que esto sucede a través del cordón umbilical. No nos afecta nada, salvo lo
que nuestra madre experimente. Estamos protegidos, cómodos, amados y muy bien
atendidos, aunque aún no seamos conscientes de todo eso.
Pero
eventualmente llega el momento en que tenemos que continuar nuestro proceso
evolutivo y debemos nacer. Somos arrancados brutalmente de ese cálido lugar
donde no teníamos la necesidad ni de respirar oxígeno y de pronto es lo primero
que tenemos que hacer, si no, moriríamos asfixiados. Sentimos frío y hambre.
Todo ese proceso es necesario para comenzar a vivir en este mundo. Es la cuota
que pagamos por llegar aquí.
Salir de esa
primera zona de confort implica tanto dolor, que lo primero que hacemos es
llorar. Experimentamos un sentimiento de separación que más tarde en la vida
vuelve a aparecer, trayendo consigo ese recuerdo inconsciente de la primer
pérdida que implicó comenzar a vivir: la separación física del vientre materno.
En ese
momento, no tenemos la opción de continuar en el vientre o salir al exterior.
Si el feto tuviera la capacidad de elegir, seguramente preferiría quedarse
adentro con todo su universo resuelto. Pero la vida tiene que continuar y él
ahora empezará a crecer sí o sí.
Más tarde,
el patrón vuelve a presentarse, pero ahora sí hay libre albedrío para elegir si
me quedo en donde estoy a gusto, o decido armarme de valor y empiezo a caminar
hacia donde tengo que hacerlo. Es por ello que salir de cualquier zona de
confort implica volver a experimentar un dolor parecido al del nacimiento. Se
necesitan voluntad y agallas para dejar de ser el feto eterno que todo lo tiene
solucionado.
Pero es
precisamente eso lo que nos hace merecedores o no de alcanzar nuestros sueños,
salir de las zonas de confort que nos hemos creado, que no son más que una
forma de enamorarse de las rutinas, por el miedo a evolucionar, a ser más. Si
no hacemos nada al respecto, se convierten en zonas de “confor-mismo”, esto es,
nos “con-forma-mos” con la misma forma, tal como la palabra lo advierte, sin
intentar ni siquiera saber si puede ser modificada. Es lo que la sabiduría
popular ubica como “Dormirse en sus laureles”, tal cual.
Detrás de
esta actitud negativa, está oculto uno de los miedos más arraigados que
aparecen en nuestras vidas: el miedo a crecer. Este miedo es una proyección del
miedo a la muerte, porque el inconsciente sabe que mientras más crezco, más
cerca estoy de que termine mi periodo de existencia en este plano.
Y no es que
sea negativo sentir la alegría de un logro en la vida, lo malo es quedarse
eternamente ahí sin seguir caminando. Tenemos que darnos cuenta que subir un
escalón no nos ha llevado a la cima, es apenas una pequeña parte del camino, y
la escalera es infinita, cuando menos desde nuestra perspectiva humana. El
verdadero logro es no detenerse y seguir ascendiendo.
La vida es
dinámica y cambia constantemente de dirección, por lo que a nosotros nos
corresponde encontrar hacia dónde se mueve el viento y la corriente para
dirigir nuestro velero al destino que queremos.
Si
aprendemos a movernos al mismo ritmo cambiante de las circunstancias y las
aprovechamos en nuestro beneficio, obtendremos como resultado que jamás nos
quedaremos atrapados en cualquier zona de confort que se nos presente, porque
habremos descubierto que cumplir nuestros sueños implica no quedarnos donde
estamos cómodos, sino donde somos cada vez mejores personas, aunque tengamos
que pagar un pequeño precio de incomodidad e incertidumbre, que bien vale la
pena.
¡Que tengas
un maravilloso fin de semana!
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